Rezando con los iconos

"Así como la lectura de los libros materiales permite la comprensión de la palabra viva del Señor, del mismo modo el icono permite acceder, a través de la vista, a los misterios de la salvación" (Juan Pablo II, Duodecimum saeculum).

 

Teología y arte

Importancia de la luz en la capilla san Pablo

1.-Teología de la luz
2.-Teología de la belleza
3.-Teología de la presencia

 

 

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1.-Teología de la luz

En los antecedentes hemos tratado de señalar cómo, a partir del movimiento iconoclasta del siglo VIII, los itinerarios espirituales y teológicos de Oriente y Occidente comenzaron a divergir. Mientras en Occidente la teología desarrolla y profundiza la cristología y su epítome puede ser Sto Tomás de Aquino y la racionalidad escolástica, en Oriente se desarrolla el conocimiento de Dios propio de la gran tradición patrística que, desde las escuelas de Alejandría y Capadocia, llegan hasta san Juan Damasceno, como hemos visto en Nicea II. La Iglesia Oriental se fija en el pasaje:

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! (Lucas 12, 49-53)

y reflexiona en el sentido de que ese fuego al que se refiere Jesús es el que llega en Pentecostés a los discípulos reunidos con María.

“El Verbo, en cierto sentido, es el gran Precursor del Espíritu Santo. Preparada por esta reflexión la Iglesia del siglo IX entra en la época pneumatológica. Las mismas verdades van a ser conocidas más a fondo a la luz del Espíritu Santo” (P. EVDOKIMOV, El conocimiento de Dios en la tradición oriental”, pág. 77). 

La identificación de Dios con la luz no es desconocida para el judío, ni para el cristiano. Si el primero oraba con los salmos:

“Porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz”. (Sal 35)

“Envía tu luz y tu verdad: que ellas me guíen y me conduzcan hasta tu monte santo, hasta tu morada.” (Sal 42,3),

los cristianos, no sólo rezamos con ellos, sino que sabemos que Jesús es la luz del mundo:

“Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida”. (Jn 8,12).

Y, consecuentemente, el que le sigue se “cristifica” y porta en sí esa luz, tal como dijo el maestro:

Vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 14)

En el siglo XIV se realiza  la gran síntesis de la teología ortodoxa por Gregorio Palamas, gran defensor de la espiritualidad hesicasta durante los concilios de 1340 y 1360. Sin necesidad de defender el conjunto del estilo de vida defendido por los monjes, centra sus intervenciones en la visión de la luz divina que, a semejanza de lo ocurrido en el Tabor, se ofrece a todo hombre y a todo el hombre. Para Palamas, los apóstoles vieron con sus ojos materiales, aun transfigurados, la luz eterna del Verbo divino.

La teología oriental deja de ser un argumentario de conceptos y silogismos - que era la impresión que Occidente daba de la suya-, y se convierte en la trasmisión de la experiencia de Dios, de la acción de gracias y de la oración del teólogo. Podríamos decir, simplificando hasta el extremo, que la teología de Occidente es racional y especulativa, y la de Oriente de contemplación y adoración.

Insinuando un acercamiento de las dos culturas, la poesía popular canta el misterio de la luz, capaz de sobrecoger por su hermosura y levantar el corazón hasta Dios:

Bello es el rostro de la luz, abierto
sobre el silencio de la tierra; bello
hasta cansar mi corazón, Dios mío.

Un pájaro remueve la espesura
y luego lento en el azul se eleva,
y el canto le sostiene y pacifica.

Así mi voluntad, así mis ojos
>se levantan a ti; dame temprano
la potestad de comprender el día.

Despiértame, Señor, cada mañana,
hasta que aprenda amanecer, Dios mío,
con la gran luz de la misericordia.

Antonio Gamoneda 

 

 

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La belleza de la Sabiduría divina2.-Teología de la belleza

La experiencia de la belleza no es ajena al mundo occidental desde que a partir de Platón ha procurado abordar el tema de la visión de la cosa bella. A su llegada, el cristianismo, con su asimilación de las categorías filosóficas griegas, respiró con las ideas estéticas de Grecia, en franca competición con las propias del judaísmo respecto a la posibilidad de hacer o venerar imágenes de los santos o de la propia divinidad.

“La estética en Oriente y Occidente: Los conceptos estéticos del cristianismo fueron formulados casi simultáneamente en Oriente y Occidente (San Agustín fue un poco más joven que san Basílio y, probablemente, un poco mayor que el Pseudo-Dionisio). En sus comienzos la estética de cristiana nacida en Oriente era similar a la occidental, lo cual es natural, ya que ambas dimanan de la misma filosofía griega, en especial la platónica, y la adaptación la misma fe cristiana. Ambas realzaban la belleza espiritual por encima de la corporal, y la divina por encima de la humana”.

“Ello, no obstante, hubo entre ambas ciertas diferencias. La estética oriental de san Basilio provenía de Grecia directamente, mientras que la de san Agustín había pasado por Roma. La oriental asumió más de la filosofía de Plotino, la occidental de Cicerón. La primera se concentró en los problemas generales de la belleza y la segunda se ocupó también de las cuestiones particulares del arte. Mientras que los pensadores orientales glorificaban la belleza del mundo, los occidentales advertían también su fealdad. La primera adoraba el arte, al percibir en él elementos divinos, a diferencia de la otra, que se prevenía ante él, en tanto que consciente de sus elemento humanos” (TATARKIEWICZ, WLADYSLAW. Historia de la estética II. Akal, pág. 61)

En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino, en su reflexión aristotélico-tomista habla de “la belleza” en términos ontológicos, como uno de los  “trascendentales” del ser, en estrecha relación con “la verdad” y “la bondad”, perspectiva que se mantiene aún en el Concilio Vaticano II (cf. S C, 122), y en la posterior enseñanza del magisterio (cf. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 51; BENEDICTO XVI, Sacramentum Caritatis, 31 y 41).

En nuestros días, es significativo el esfuerzo que la Iglesia Católica hace por acercarse al mundo del arte, consciente, tanto de su necesidad para encarnar el mensaje evangélico en los todos los lenguajes  de comunicación modernos, como del distanciamiento existente entre la Iglesia y el mundo del arte. En 1964, Pablo VI decía:
“Tenemos necesidad de vosotros. Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración. Pues, como sabéis, nuestro ministerio es el de predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, emotivo, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles, inteligibles, vosotros sois maestros. Es vuestra tarea, vuestra misión; vuestro arte consiste precisamente en recoger del cielo del espíritu sus tesoros y revestirlos de palabras, de colores, de formas, de accesibilidad".
“Hemos sido siempre amigos. Pero, como sucede entre los parientes, como sucede entre amigos, estamos un poco disgustados. No hemos roto, no hemos alterado nuestra amistad. ¿Nos permitís hablar con franqueza? Vosotros nos habéis abandonado un poco, os habéis ido lejos, a beber a otras fuentes, con la intención legítima de expresar otras cosas, pero ya no las nuestras” (PABLO VI, homilía en la misa a los artistas, 1964)

Casi medio siglo después, otro Papa insistía en la necesidad del arte para expresar  el mensaje de Cristo al mundo moderno:
Ustedes saben que yo insisto mucho en la relación entre fe y razón; en que la fe, y la fe cristiana, solo encuentra su identidad en la apertura a la razón, y que la razón se realiza si trasciende hacia la fe. Pero del mismo modo es importante la relación entre fe y arte, porque la verdad, fin y meta de la razón, se expresa en la belleza y se realiza en la belleza, se prueba como verdad. Por tanto, donde está la verdad debe nacer la belleza; donde el ser humano se realiza de modo correcto, bueno, se expresa en la belleza. La relación entre verdad y belleza es inseparable y por eso tenemos la necesidad de la belleza".

Con la misma nostalgia que su predecesor Pablo VI, Benedicto XVI recordaba los tiempos en los que la Iglesia era el gran mecenas del arte occidental, y seguía diciendo:
"De este modo, la Iglesia ha sido madre de las artes a lo largo de siglos y siglos. El gran tesoro del arte occidental –música, arquitectura, pintura- nació de la fe, en el seno de la Iglesia. Actualmente hay cierto “disenso”, pero esto daña tanto al arte como a la fe: el arte que perdiera la raíz de la trascendencia ya no se dirigiría hacia Dios, sería un arte a medias, perdería la raíz viva; y una fe que dejara el arte como algo del pasado, ya no sería fe en el presente. Por eso el diálogo o el encuentro –yo diría, el conjunto- entre arte y fe está inscrito en la más profunda esencia de la fe. Debemos hacer todo lo posible para que también hoy la fe se exprese en arte auténtico, como Gaudí, en la continuidad y en la novedad, y para el arte y no pierda el contacto con la fe”.(BENEDICTO XVI, Entrevista con los periodistas, 6 de noviembre de 2010, en su viaje a España)

Para señalar la superioridad de la teología oriental sobre la occidental en la consideración de la belleza, cuenta Evdokimov una vieja leyenda atribuida a Vladimir, príncipe de Kiev. Deseando conocer la mejor religión del mundo envió emisarios a los países musulmanes, latinos y griegos. Es la relación que a su vuelta le hacen sus enviados sobre lo que han visto en Constantinopla, lo que le habría decidido sin lugar a dudas por el cristianismo bajo la forma bizantina. Ellos dijeron al emperador “No sabíamos si nos encontrábamos en el cielo o en la tierra, pues en la tierra no se encuentra semejante belleza”. No se trataba solamente de una mera impresión estética, el informe superaba ampliamente este aspecto… “Nosotros no sabemos cómo expresarlo, pero sabemos bien una sola cosa: que Dios se encuentra entre los hombres…” Es la presencia de Dios entre los hombre lo que es bello, lo que sobrecoge a las almas y las trasporta fuera de sí”. (EVDOKIMOV, L’art de l’icône, cap. 2, traducción del autor).

Es de notar que, enlazando con la última consideración hecha sobre la teología oriental, los grandes Padres Orientales son notables poetas, visionarios ricos en bellas metáforas, además de grandes teólogos contemplativos. Son ellos los que dan fe de las palabras del Patriarca de Constantinopla San Germán, que decía que “En Cristo todo el cielo ha bajado a la tierra y el alma cristiana está atrapada para siempre por esta  visión”.

Sobre la importancia de la belleza en  la teología oriental, Evdokimov hace notar que
un escrito muy conocido, la Filocalia, se denomina así –“amor a la belleza”- significando que un asceta, un hombre espiritual, un “teodidacta” no es solamente “bueno”, lo que va de suyo, sino también “bello”, irradiando la belleza divina” (EVDOKIMOV, o.c., cap 2).

Mientras la tradición cristológica de Antioquía pone el acento en la revelación del Verbo, en su humanidad, la tradición pneumatológica de Antioquía pone el acento en la belleza de lo divino. Evdokimov señala que San Cirilo de Alejandría precisa que lo propio del Espíritu es ser Espíritu de la Belleza, la forma de las formas; “es en el Espíritu –dice san Cirilo- como nosotros participamos de la belleza de la naturaleza divina”. Es esta capacidad humana de admirar lo que lleva a Gregorio Nacianceno a decir “Dios ha hecho al hombre el cantor de su luz”

La Iglesia sabe que aunque no sea fácil hablar de la experiencia de la belleza, ésta está al alcance de todos y es difícil conocer a alguien que no esté dispuesto a hablar del placer y la alegría sentidos ante ella en algún momento de su vida. La estética se ha preguntado por el origen de esa experiencia: ¿Cuándo podemos reconocer un objeto «bello»? ¿Cómo podemos sentir su presencia? Las contestaciones siempre acuden a conceptos etéreos, poco definidos, como si no cupieran en el sujeto: algo que nos atrae en forma inmediata; que genera en nosotros asombro, estupor, alegría, admiración; que nos fascina misteriosamente; etc.  Con el embelesamiento que nos produce un paisaje de la naturaleza o una obra de arte bella, el tiempo parece detenerse. Advertimos una sensación de plenitud, de integración con el objeto bello y con el resto del mundo.

No sabemos definir la belleza, pero su aprehensión es un objetivo vital, como se desprende de las palabras de san Agustín, que trae hasta nosotros el Catecismo, señalando la capacidad pedagógica de la belleza como una de las vías para acceder a Dios:

"Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo [...] interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es su proclamación (confessio). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Pulcher), no sujeta a cambio?" (SAN AGUSTIN, CIC, 32).

No sólo la Iglesia se hace eco en nuestro tiempo de la necesidad de la belleza.  Dostoievski hace decir al príncipe Myshkin “La belleza salvará al mundo” y la conocida frase de Gibrán Khalil: “Vivimos sólo para descubrir la Belleza.  Todo lo demás es una forma de espera”, como si fuera un postulado, recibe general aceptación en quien la escucha, sin necesidad de argumentación posterior alguna.

Pero la belleza tiene una dimensión de ambigüedad. Lucifer, el inicial ángel de luz, es hoy el ángel de la oscuridad y la muerte. Quizás por ello, en el año 2000, el cardenal Martini, haciéndose eco de las palabras de Myshkin, dirigió a su diócesis una cara pastoral intitulada: ¿Cuál belleza salvará el mundo?, en donde responde a la dura interpelación pública del ateo Hippoli  al príncipe Myskin:

“¿Es verdad, príncipe, que dijiste un día que al mundo lo salvará la belleza? Señores —gritó fuerte dirigiéndose a todos— el príncipe afirma que el mundo será salvado por la belleza”.

Sabemos que el príncipe no responde a la pregunta, haciéndonos recordar el silencio de Jesús ante el exabrupto de Pilatos: “¿qué es la verdad?”. Y es que, a veces, no hay palabras: sólo el gesto y la presencia son capaces de dar respuesta adecuada a la intensidad del drama. En El Idiota el silencio de Myskin ´-que derrocha amor y compasión al lado del joven de dieciocho años que se está muriendo de tisis— parece contestar con su gesto, diciendo que la belleza que salvará al mundo es el amor que comparte el dolor del otro.

Más directamente, la profesora Ana Galimberti contesta a la pregunta del cardenal:

“La belleza de la que habla Dostoievski es, sin duda, la belleza crística, aquella que irrumpe por obra de la Gracia en el denudamiento de la Cruz, ya que al dolor de toda Cruz sigue el escándalo de la inocencia que ella misma devuelve. Uno de los textos más hermosos de EI idiota entrega esta concepción de la Belleza desde un modelo icónico intratextual que recrea en la figura de Cristo el pensamiento de la creación en el Padre y, su necesaria kénosis en el Hijo. (ANA GALIMBERTI, La salvación por la belleza: La obra de F. Dostoievski. IAPCH-UNV, Argentina)

 “Lex orandi, lex credendi”. Terminemos este excursus sobre la belleza recreándonos en la sabiduría del pueblo cristiano, porque lo que se reza es lo que se cree. Y, en su más bella poesía mariana, atribuye a María capacidad de “recrear” a Dios al contemplar en ella la belleza de su mejor criatura:

Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.

A Ti, celestial princesa,
Virgen Sagrada María,
yo te ofrezco en este día,
alma, vida y corazón.

Mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía.          

 

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El arcángel san Miguel3.-Teología de la presencia

En su trabajo L’art de l’icöne, P. Evdokimov comienza su capítulo IV, Teología de la presencia, introduciendo comentarios diversos sobre la consideración que el icono tiene en los monjes del Monte Athos; sobre la tradición que dice que san Lucas fue el primer iconógrafo al pintar la figura de María; sobre los cantos litúrgicos de la fiesta de Ntra. Sra. de Vladimir… Finalmente, como si se hubiera cansado de andarse con rodeos, cambia el tono del discurso y dice:

“Digamos lo esencial: para el Oriente, el icono es uno de los sacramentales, y más precisamente, el de la presencia personal. La oración de vísperas de la fiesta de Ntra. Sra. De Vladimir lo señala: mi gracia y mi fuerza están con esta imagen”.

“Una imagen que, una vez que el sacerdote ha verificado la corrección dogmática, la conformidad con la tradición y el suficiente nivel de expresión artística, deviene, como respuesta divina a la epíclesis del rito, icono milagroso”.«Milagroso» quiere decir exactamente: cargado de presencia, su testigo indudable y el «canal de la gracia hacia la virtud santificadora». El Concilio VII lo declara muy explícitamente: «Ya sea por la contemplación de la Escritura, ya sea por la representación del icono..., recordamos todos los prototipos y nos introducimos con ellos». El Concilio de 860 afirma en el mismo sentido: «Lo que el Evangelio nos dice a través de la palabra, el icono nos lo anuncia a través de los colores y nos los hace presente»..(P. EVDOKIMOV, L’art de l’icöne, pág. 154, en negritas en el texto).

En el texto anterior, Evdokimov nos presenta la posición de san Juan Damasceno, el más ardoroso defensor de las imágenes en el concilio de Nicea II. En otro trabajo, el mismo autor insiste en la característica propia del icono:

“En efecto, el icono no tiene realidad propia; en sí mismo sólo es una lámina de madera; y es precisamente porque extrae todo su valor teofánico de su participación en lo «totalmente otro» por medio de la semejanza, por lo que no puede encerrar nada en sí mismo, pero se convierte en un punto esquemático de irradiación de la presencia. La ausencia de volumen excluye toda materialización, el icono suscita una presencia energética que no está localizada ni encerrada, sino que irradia todo alrededor de su punto de condensación. ».(P. EVDOKIMOV, El conocimiento de Dios en la tradición oriental, pág. 149, el subrayado en el texto).

El misterio de la presencia del representado que el icono hace posible es contado por el P. Rupnik de manera encantadora a través de una anécdota vivida en Rumanía, mientras preparaba la ornamentación de la co-catedral de Cluj. Antes de subir al hastial del presbiterio el rostro de una imagen de la virgen preparada en el Centro Alleti, de Roma, quiso que la pudiese ver el metropolitano para que diese su aprobación. Colocó el rostro de la Virgen en un atril grande por la tarde y allí la dejó para la exposición del día siguiente.

A la tarde noche oigo un canto. Me acerqué: ¡era el párroco que estaba rezando ante la Virgen! Luego, por la mañana, encuentro una procesión que entra en la iglesia y, como es costumbre entre los cristianos de Oriente, los fieles iban a besar el rostro. Me impactó sobre todo una mujer anciana, toda curvada, que se inclinaba con dificultad para poder dar un beso a la Madre de Dios. Fue una escena conmovedora… porque con esto se realiza el sentido que vemos nosotros, los artistas, ¡alguien ha reconocido aquí la presencia! Este baño de oración es el último toque y, con él, la obra ya no es nuestra.  (RUPNIK, El rojo de la plaza de oro, pág.169).

Las anteriores manifestaciones de Evdokinov y del mismo Rupnik beben de las fuentes de los padres orientales, y recuerdan fuertemente la defensa que san Juan Damasceno hizo de las imágenes en el concilio de Nicea II. Se distinguió por el desarrollo de una teología de lo visible como símbolo de lo invisible. Con la distinción entre signo y símbolo  – noción tan cara al lenguaje de la liturgia- incorporaba a la discusión la presencia de lo significado por el signo o, siendo más precisos, lo simbolizado en el simbolizante. Cristo, a través de su Encarnación, hace visible al Padre invisible; hace visible la divinidad en la humanidad y permite hacer real la visión iconográfica del Verbo encarnado. En este sentido el Damasceno no distingue suficientemente entre imagen natural y artificial, y acerca como ningún otro el icono como portador de gracia al modelo original.

El Cardenal Schönborn se hace eco de la doctrina de Teodoro el Estudita, que corregía la postura de san Juan Damasceno en Nicea II, porque se corría –según él-  el riesgo de considerar a los icono, como tales en su materialidad, portadores de gracia como si fuesen una especie de divinidad y de energía, por cuya causa serían venerados :

El arquetipo está presente en el icono, pero se trata de una presencia puramente personal, relacional. Sólo aquí estriba la dignidad del icono. El cuerpo representado no está presente en el icono según su naturaleza, sino sólo según la relación. Todavía menos, en el icono, está la “incircunscribible” divinidad... no más que en la sombra que el cuerpo de Cristo proyecta” (CHRISTOPH SCHÖNBORN, El icono de Cristo. Una introducción teológica”, pág. 199)

En otro lugar de este trabajo hemos hablado de la Encíclica del Patriarca Dimitrios I en el duodécimo centenario del Concilio Nicea II. En ella, al reafirmar la validez de la doctrina sobre las imágenes –sobre los iconos- del Concilio, se detiene especialmente en la realidad del icono.

“La tradición oriental conduce de manera definitiva a la realidad del icono…Y reconoce la utilidad espiritual del icono en la vida cristiana como “Biblia de los iletrados”, según Juan Damasceno, que afirma: “lo que es la Biblia para las personas instruidas, lo es el icono para los analfabetos; y lo que es la palabra para el oído, lo es el icono para la vista; estamos ligados al icono por la inteligencia”.

A estas palabras del Damasceno, añade Dimitrios I:

La tradición ortodoxa va todavía más lejos: declara que a través del icono es la manifestación de la presencia y de la hipóstasis divina lo que se desvela y son dejados de lado o en penumbra todos los detalles exteriores que caen bajo los sentidos.

“La persona representada en el icono es un ser que pertenece a la naturaleza, pero que ya no le está sometido. No es un símbolo” (DIMITRIOS I, Encíclica en el duodécimo centenario del Concilio Nicea II (787), s  12 y 13.)

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